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Relato en prosa sobre una “deidad alada”: la abeja “Apis mellifera”

Relato en prosa sobre una “deidad alada”: la abeja “Apis mellifera”

Asiduamente, mi mente “avanza” recorriendo lo que podría llegar a convertirse en “rutas intrincadas” de un profundo viaje reminiscente, pues ella se aventura a zarpar rumbo al destino que me sitúa en tiempos pasados de la más temprana infancia. En aquellos años en los que la tecnología y los medios digitales (sumamente limitados-ceñidos a solucionar escasísimos ámbitos de la vida) apenas despuntaban tímidamente cual privilegios “en pañales” haciendo sutiles amagos de avecindarse (como si fueran tenues esbozos dirigidos por un pulso firme pero contenido dentro de una noventera sociedad), la generación de infantes éramos entonces niños que pasaban ingentes cantidades de horas del día “rebozándose” con tierra en el exterior, y en cuyo escenario de diversión natural, cualquiera de los elementos del ambiente podía formar todo un mundo de posibilidades para inventar historias, de manera que, de por sí solos, configuraban la forma de idear juegos hasta adentrado el ocaso. Y esa “atmósfera” que aclimataba el juego, cuando era contextualizada en un contraste de multipigmentos primaverales, se exhibía como todo un paraíso especialmente candente de opciones que incorporar como ambientación a la inventiva infantil, con la diversidad de plantas fanerógamas florecidas constituyendo ornamentos influyentes y deseables. Mas ese vergel de vida que explosionaba exultante en primavera, que se tornasolaba profusamente por la saturación de toda una “acuarela” de matices contenida en multitud de flores desplegando sus encantos (virtuosismo de la ofrenda de un amplio elenco de tonalidades y fragancias a seleccionar), y que se “emulsionaba” en el momento del año de mayor poder polarizante, paralelamente, también era el entorno más idílico para atraer todo tipo de insectos polinizadores. Entre ellos, destacaba la por entonces mucho más abundante y algo menos amenazada que en la actualidad de su completa extinción “abeja común europea” (Apis mellifera), cual preponderante transitadora de esos “lares” refulgentes de botánica silvestre. Y esta presencia destacada y preponderante de “Apis mellifera” dentro del amplio elenco paradisíaco de útiles artrópodos hexápodos que coadyuvaban en virtud de la belleza estacional, se debía tanto a la gran profusión de sus panales como a su eminente supremacía y meritorio protagonismo dentro del conjunto de himenópteros, y concretamente respecto a otros “alados jornaleros” en el menester de la polinización de plantas.

Estas y otras valiosísimas abejas no sólo aclimataban el paisaje con alegres zumbidos de vida pululando entre flor y flor, sino que eran las responsables directas de que existieran gran parte de esas herbáceas silvestres constituyentes de la bella naturaleza que acogía exultante mis juegos, así como también, podía considerarse, eran, inclusive, las más trascendentales impulsoras de mi lozana vitalidad. Esto se entiende si se toma en consideración que, dado que la mayoría de vegetales del planeta requieren de polinización entomófila para propagarse, y que las abejas son, de entre los polinizadores, el grupo de insectos que con una más reconocida eficiencia contribuye a esta imprescindible labor, consecuentemente, estos prototípicos pero valiosos himenópteros han venido garantizando, fehacientemente, tanto la conservación de una prolífica biodiversidad mundial como la subsistencia humana: permiten, pues, la perpetuidad y prevalencia de productos de origen vegetal que conforman, necesariamente, gran parte de nuestra imprescindible dieta nutritiva; o bien, de la de los animales herbívoros de cuya carne o subproductos derivados obtenemos nuestra vital fuente de proteína y de vitaminas de grupo B.

Específicamente, esa posición de supremacía y meritorio protagonismo que se ha concedido a Apis mellifera dentro del conjunto de las abejas, se debe a un compendio de características que la hacen extremadamente útil: se trata de una abeja especialmente versátil y polífaga (consume el néctar y recolecta el polen de plantas de muy diversa índole botánica), a diferencia de otras, que pueden ser mucho más selectivas y albergar preferencias florales más exigentes. Trabajadora infatigable, asimismo, recorre diariamente un amplio baremo kilométrico con respecto a otras especies, puesto que efectúa innumerables vuelos de visitas a flores durante el día sin apenas descanso (y cubriendo un extenso radio de actuación), con lo que garantiza una alta tasa de dispersión de polen y, por tanto, una significativa efectividad en la reproducción de las plantas. Se considera, además, que tiene una época de vuelo comparativamente más larga que otras especies, de manera que cumple con rigurosas expectativas de coincidencia espacio-temporal respecto a la floración de muchas plantas a las que, por consiguiente, puede polinizar. Por otra parte, es superadaptable para habitar diferentes climas, desde costa a montaña, en contraposición con muchas otras de estas “amigas aladas”, que se restringen a determinados ambientes con condiciones atmosféricas algo más específicas. Y complementando las cuantiosas ventajas que abrazan a la figura de la común abeja melífera, destaca su carácter eusocial, formando colmenas por las que, a diferencia de las abejas solitarias, la actividad cooperativa de la colonia instruye una labor organizativa que contribuye a poder abarcar un mayor rango en el faenar diario. En este sentido, las melíferas constituyen un sistema estructurado, con distribución de las funciones en tres niveles de castas; a saber: la reina (es la única hembra fértil de la colmena que, a diferencia de las otras integrantes, ha sido alimentada con jalea real durante su cría y que, en su fase adulta, se dedica exclusivamente a la tarea de puesta de huevos, fecundados o no, para mantener o restituir el número de abejas de su comunidad); las obreras (son hembras que han sido criadas a base de néctar y polen, y puesto que presentan infertilidad ovárica inducida por el efecto de las feromonas que libera la reina- precisamente en pro de inhibir la capacidad de estas para reproducirse, así como para ejercer total control directivo en la funcionalidad de la colonia-, las obreras se consagran en el desempeño de la multitarea de construcción y limpieza de los panales, sustento de las larvas, protección y defensa de la colmena y recolección del néctar y del polen de las plantas para cubrir necesidades nutritivas tanto de reina como de crías. Además, cuando la reina enferma gravemente o muere, descendiendo la cantidad de feromonas circundante, algunas de estas obreras, designadas como obreras ponedoras, vuelven también a adquirir la capacidad funcional ovárica, realizando entonces una puesta de huevos sin fecundar de los que saldrán individuos masculinos); y los zánganos (que son los machos, singulares respecto a hembras por su dotación genética haploide, consecuencia de ser el único sexo nacido a partir huevos no fecundados, y cuya función dentro de la colonia se limita exclusivamente a la tarea de fertilizar a la reina). Más aún, a todo este registro encumbrante de virtudes que delinean la naturaleza encomiable de Apis mellifera, se anexa el interés de ser una de las escasas especies del mundo que es productora de miel, un maravilloso producto al cual puede atribuirse cualidades preventivas e, incluso, paliativas de enfermedades.

Abeja Apis mellifera exhibiendo su versatilidad polífaga, polinizando especies florales de familias botánicas muy diferentes

Así las cosas, por aquel entonces, embriagada en el aliciente de mi inocente niñez, y mientras me sumergía en la invención de todo tipo historias que protagonizaba, recorría alegremente ese entorno campestre al que hoy he retornado, fruto del viaje de mi subconsciente en su remembranza. Siendo ése (el de mi crianza) un campo puramente canario, entre las comunes abejas domésticas (Apis mellifera) que allí ambientaban el paisaje con enérgicos e incesantes zumbidos perpetrados de flor a flor (e impelidos por la mezcla perfecta entre aromas y fulgurantes colores), podría haber inferido la presencia, en una proporción considerable, de la variante conocida como “abeja negra canaria” (habiendo cuenta de que es ésta la más integrada dentro del balance ecosistémico natural de las islas, con una aportación eminentemente imprescindible dentro de la biodiversidad potencial del Archipiélago Canario). “Inscrita” con esta particular mención, comúnmente aceptada por su prototípica pigmentación corporal oscurecida, se trata de un ecotipo de Apis mellifera, el cual se incluye dentro del grupo de abejas “A” (Africanas) en el sistema de clasificación actualmente vigente, considerándose, específicamente, que esta “abeja negra canaria” se aproxima genética y fenotípicamente a las poblaciones abejeras del sur peninsular y a las de las regiones africanas más cercanas a las Islas Canarias.

Posible ecotipo “Abeja negra canaria” sobre flores de “poleo de monte”, localizada en hábitat de pinar canario (isla de la Palma)

Si en esos años en los que la infancia me confería el carácter propio de una niña con las emociones aún manejables, hubiera conocido esta sublime relevancia de la “abeja negra canaria” para el sustento de toda esa diversidad biológica isleña que se exacerbaba en belleza, pletórica, durante la estación primaveral y que sabía embelesar mi mirada… Si hubiera sido consciente de la idea (hoy irrebatible para mí) de que esta abeja, además de ser absolutamente necesaria (ya sea para la supervivencia de prados, bosques y otros ecosistemas completos, bien para obtener los frutos, hortalizas y semillas que nos nutren o para alimentar a herbívoros cuya carne aprovechamos), también carece de agresividad alguna y es pacífica… Si me hubiera avalado entonces la madurez suficiente como para investigar y fabricar mis propias consideraciones en base a experiencias ciertamente verificadas, tanto observacionales como propiamente instructivas obtenidas a partir de escritos expertos sobre naturaleza… Y si a esto hubiera aunado la minimización que hoy, en la adultez, hago del miedo, superado por la prevalencia sobre él de requerir tener contacto estrecho con la naturaleza-respetándola, adorándola, protegiéndola-, entonces, no hubiera aceptado, ni de lejos, el dictamen adulto que algunas personas me inquirían, acerca de considerar que “debía tener extremo cuidado con las abejas, porque son peligrosas y pican”. Influida por este desconocimiento absoluto sobre himenópteros de algunos adultos, quienes, además, confundían deliberadamente entre avispas y abejas, y más invadida por la vulnerabilidad propia de una cría que no cuestiona y sobrestima la sabiduría contenida en las palabras de los mayores, salía corriendo despavorida, con esa sugestión marcada por las advertencias, enarbolada cual bandera, en el momento en que alguna de esas “Apis” se aproximaba. Nada más erróneo respecto al comportamiento de este insecto que, generalmente, es bastante apacible y rara vez pica cuando se encuentra polinizando plantas, a no ser que directamente se le moleste y se llegue, en consecuencia, a sentir amenazado. Por otra parte, la sobreestimación de la agresividad de las abejas, a menudo, ha venido asociada a su confusión con las avispas, las cuales pese a recibir en muchos casos, asimismo, un juicio al respecto excesivamente desproporcionado, sí que tienden a ser, de manera natural, mucho más reactivas e irascibles. A tales efectos, estamos ante dos himenópteros muy diferentes: mientras que las abejas se alimentan casi exclusivamente de polen y néctar de las plantas durante todo el ciclo de su vida, hay una multitud significativa de especies de avispas que depredan otros insectos, lo que, a su vez, influye en que las primeras sean polinizadoras, en contraposición con las segundas, cuya utilidad a menudo puede ir más vinculada al control de plagas. Asimismo, las abejas, generalmente, desprenden su aguijón (en forma de anzuelo) cuando pican, de modo que, en el momento, se produce un desgarro en su abdomen que les ocasiona la muerte; en contraposición, el aguijón de las avispas es recto, permitiéndoles retirarlo sin ningún daño (y, por consiguiente, en este caso, un mismo individuo puede picar más de una vez). Respecto a sus divergencias físicas, las abejas disponen de un cuerpo recubierto de denso pelo y suelen ser algo más robustas y de colores más apagados (muy reiterados son, entre las especies, los tonos marrones presentados en variedad de matices diferentes); no obstante, las avispas, comúnmente, no disponen de ese tipo de vellosidad, exhiben una anatomía considerablemente más esbelta (provista de una cintura especialmente estrecha) y, en su mayoría, van tiznadas con colores más intensos y fulgurantes (entre los que es habitual el amarillo esplendente), siendo en ellas también muy definitorio el negro. La densidad de vello en el cuerpo de las abejas les permite atrapar el polen. De hecho, más concretamente, las hembras (las categorizadas como obreras en el caso de abejas sociales, o todas, si son de hábito solitario) disponen de órganos especializados para esta función recolectora, ya sean las llamadas “corbículas”, presentes en Apis mellifera (una especie de receptáculos cóncavos situados en las patas traseras, y rodeados de pelos con capacidad de acarrear y adherir los granos), o bien, las conocidas como “escopas” (tramos específicos distinguidos del resto de “intervalos corporales” por conformarse de unas vellosidades destacablemente largas, ramificadas y espesas, y que se encuentran concretamente localizadas en las patas traseras o en el abdomen, en función de la especie, facilitando la acumulación y la fijación de gran cantidad de polen para su transporte). En contraposición, como es lógico, las avispas carecen de estos órganos especializados, pues son un elemento exclusivo de la labor a la que se dedican las abejas durante su ciclo de vida, habiendo cuenta de que su dieta (no así en las avispas), depende completamente del néctar y del polen recolectado.

Hoy, en mi adultez, plenamente lúcida en cuanto a todo lo que implica la necesaria preservación de las abejas, como organismos vitales que garantizan la completa integridad de la biodiversidad potencial de cualquier región del planeta, sin excepciones… consciente, pues, de esa imprescindible implicación en concreto de la bella, beneficiosa e infatigable aliada Apis mellifera en el equilibrio de este ecosistema que ha venido acogiendo mis vivencias desde que la razón me acompaña, o desde que las experiencias en la naturaleza me permitieron descubrir a este maravilloso insecto que yo me he permitido renombrar como “deidad alada”, la remembranza de tales situaciones específicas en aquella década noventera de mi infancia, hace que me perciba como retornando al cuerpo de aquella niña vulnerable que alguna vez fui, deseando proveerle de la capacidad argumentativa que replicara el concepto de algunos adultos sobre la peligrosidad de estos animales, o acerca de la subestimación que, a menudo, determinadas personas mayores (inclusive, agricultores que desconocían la provechosa virtud que, como polinizadores eficaces, podían ofrecer las abejas a sus cultivos), hacían denotar a través de su anodina verborrea, en propiedad de unas férreas ideas preconcebidas al respecto, cual tatuajes impresos con tinta negra en sus desinformados subconscientes… De esta forma, rehago un esbozo de mi figura en ese momento, en un intento de instaurar consciencia, haciéndoles partícipes a todos ellos de un discurso enorme y contundente como el que hasta aquí “he fabricado” con las líneas que llevo plasmadas, y no sin agregar, además, los motivos por los cuales nuestra Apis mellifera se encuentra en situación preocupante de peligro de extinción. Y es que se ha evidenciado, a través de los años, la ocurrencia de un descenso drástico de las poblaciones abejeras en los panales, una problemática de la que llevamos siendo testigos muchas generaciones durante bastante tiempo… Esta situación, a la que lamentablemente nos enfrentamos, se presenta como una repercusión, bien directa o indirectamente, impelida por todas esas inconscientes acciones antropogénicas que vulnerabilizan los componentes medioambientales tal y como los conocemos; esos en torno a los cuales nuestra vida homínida ha sido consistentemente “tejida”.

Así, pues, la contaminación del aire (de la que el ser humano es protagonista indiscutible), unida al uso indiscriminado de pesticidas, que son tóxicos y letales para los insectos (en realidad, para la mayoría de los seres vivientes) tienen consecuencias realmente devastadoras. Además, se conoce que, dentro de los pesticidas de amplio uso agrícola, el grupo de los llamados “neonicotinoides” se componen de sustancias que ejercen un efecto atrayente adictivo para las abejas similar al de la dependencia que crea en el fumador la nicotina. Todo esto, sumado también a un brutal avance de plagas, cuya dispersión ha sido favorecida por el calentamiento global y por su introducción en biomas de donde no son especies originarias, entre otros factores influyentes, son los ingredientes que se han empleado en la elaboración de un cóctel de sabor amargo y de digestión ponzoñosa, puesto que es la mezcla que nos traslada a ese indeseable campo de exterminio de las poblaciones de abejas, el que las sitúa en niveles de descenso tan alarmantes.

Entre las plagas que asolan los panales abejeros, por ser de las que más pérdidas ha llegado a generar, destaca el ácaro conocido como Varroa destructor, cuya “víctima predilecta” es, precisamente, la especie Apis mellifera. Y es que, lo peor no se trata de los daños directos que este arácnido ocasiona sobre la colmena, sino, que son mucho más impactantes e incontrolables los perjuicios indirectos, referidos éstos a la alta capacidad de la plaga de transmitir virosis con nefastas consecuencias sobre la densidad poblatoria de las colmenas, al desencadenar enfermedades letales. A este respecto, entre otros cuantiosos ejemplos asociativos, cabe mencionar al frecuente virus que produce la afección conocida como “sacbrood” (cría ensacada) en nuestra abeja común europea, y que provoca deformación en algunos de los estadíos iniciales de desarrollo (sobre todo, pre-pupas y pupas), culminando, a partir de una condición epidemiológica que cursa la disolución y destrucción de las células de los tejidos internos, con la muerte de los individuos infectados. O, tal es el caso de contagios víricos que perjudican más a la fase adulta, como el de la incidencia de “parálisis virales agudas y crónicas”, con índices de mortalidad colosales para las colmenas. Por otra parte, también se encuentra la parasitaria avispa conocida como “lobo europeo de las abejas” (Philanthus triangulum), que ha sido introducida de forma accidental en Canarias y que, como su propio nombre indica, es una temible depredadora de abejas, con una preferencia evidente por las Apis mellifera: las hembras fecundadas de esta especie, cazan a las obreras que se encuentran polinizando flores y las llevan a su nido para, una vez allí, depositar huevos en el interior de los cuerpos de las abejas, los cuales, de este modo, servirán de alimento a las carnívoras larvas de estas avispas…

Y reitero, pues, que por aquel entonces, embriagada en el aliciente de mi inocente niñez, y mientras me sumergía en la invención de todo tipo de historias que protagonizaba, recorría alegremente ese entorno campestre al que hoy he retornado, fruto del viaje de mi subconsciente en su remembranza. Siendo ése (el de mi crianza) un campo puramente canario, entre las comunes abejas domésticas (Apis mellifera) que allí ambientaban el paisaje con enérgicos e incesantes zumbidos pululando perpetrados de flor a flor (e impelidos por la mezcla perfecta entre aromas y fulgurantes colores), podría haber inferido la presencia de “abejas negras canarias”. Y ellas, cual “amigas aladas”, eran acompañantes fieles de mis pasos, y así aclimataban y complementaban la belleza de ese paisaje que, generoso, brindaba su verdor refulgente como ornamento perfecto para encuadrar mi inventiva infantil. Mas hoy soy consciente, eran esas “Apis” las responsables directas de que existieran gran parte de esas herbáceas silvestres constituyentes de la bella naturaleza que acogía exultante mis juegos, así como también, podía considerarse, eran, inclusive, las más trascendentales impulsoras de mi lozana vitalidad, dada su influencia ineludible en la subsistencia de cualquier ser vivo. Rememoro estos campos primaverales de mi infancia, repletos de vida y con las abejas como protagonistas, y reconozco el elixir bucólico de ese ambiente que hoy inspira mis escritos…

Ana Melisa Díaz Sánchez.

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